martes, 2 de noviembre de 2010

Nadie que haya tratado el problema de Dios de manera filosófica, por muy precaria o superficialmete que lo haya hecho, se ha convencido de su poder absoluto. De hecho, los intelectualistas cristianos creían que la moral existe al margen de la voluntad de Dios. Sin embargo los más radicales voluntaristas como Duns Scotto, Ockam, Lutero y Calvino no dudaron de que Dios no podía cambiar a su gusto los estándares lógicos y matemáticos. Según ellos, el creador tenía que actuar relativamente compelido por el orden lógico y matemático ante el cual no podría revelarse.

La vieja tesis de Jenófanes de que los dioses de los distintos pueblos se configuran conforme rasgos étnicos, culturales y ambientales de la sociedad en la que fueron creados se torna válida el día de hoy. No es preciso ser muy hábiles ver que el Dios del cristianismo guarda rasgos arios -propios de la Antigua Roma- aún cuando fue importado de los judíos quienes jamás lo imaginaron con tal color de tez. La dualidad de Wiracocha y el Inti expresa el llamado sistema diárquico de los Inkas. Ninguna sociedad fuera del extremo oriente hubiera concebido un dios con figura de elefante asiático como Ganesha o Parvati eregido por la religión hindú, vigente en nuestro días. A esto se suma que ninguna sociedad antigua haya diseñado una máxima divinidad célebre de carácter femenino gracias al retrógado pensamiento machista que existía -y que hoy prevalece- en aquellos tiempos.

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